Por: Víctor García | FORO ALFA
Los tiempos cambian y las tecnologías se
suceden unas a otras cada vez más vertiginosamente. Paradójicamente, los
procesos de reflexión permanecen prácticamente inmutables. Acerca de
estas cosas pretende indagar este artículo, a partir de un suceso, si se
quiere, intrascendente, con la pretensión de pensar en voz alta acerca
de urgencias y prioridades.
En la búsqueda de manifestar algunas inquietudes profesionales, redacté
un texto que me dispuse a proponer a una publicación online. Ingresé al
sitio, como lo había hecho en alguna oportunidad anterior, accedí al
panel de edición de textos y… ¡nada!; me fue absolutamente imposible
tipear o pegar mi texto en esa página. Intenté repetidamente, en
diferentes ocasiones, con igual resultado. Lo curioso es que hacía poco
lo había hecho con otro texto sin problemas; quedé perplejo, frustrado y
con el texto imposibilitado de ingresar al sitio, proyecto que de este
modo pasó rápidamente de la incubadora a terapia intensiva, sin escalas.
Reflexionar es humano… ¡Editar es divino!
El procedimiento habitual y tradicional —más o menos estandarizado—
para una colaboración en cualquier publicación analógica permaneció
inalterable durante centurias y sigue aún vigente para las publicaciones
en papel en todo el mundo: un autor propone un texto, si está dentro de
sus posibilidades, también puede aportar imágenes para ilustrarlo y la
edición final corre por cuenta del departamento de diseño del editor. En
este esquema, el autor rara vez suele tener opinión acerca de la puesta
en página, que es asunto exclusivo del editor. En un escenario de
creciente interacción virtual como el presente, era inevitable que en
algún momento los métodos de producción intelectual convencionales de la
época analógica requirieran una adecuación a los nuevos tiempos y
soportes. De manera que, desde hace un tiempo, con la disponibilidad
tecnológica de nuevas herramientas digitales, cada autor de algunas
publicaciones digitales está en condiciones de editar parcial o
totalmente su propio artículo online —una ventaja evidente si todo
funciona bien— , quedando a cargo de los editores la facultad de
supervisar detalles formales. Pero de tiempo en tiempo, los paneles de
edición online son actualizados para ampliar la paleta de herramientas y
se les agregan nuevas funciones, no siempre imprescindibles ni tampoco
testeadas en profundidad, lo que ocasiona con cierta frecuencia
imprevistas complicaciones con navegadores que antes no las tenían.
Contratiempos de editor, que el autor analógico no tenía...
En el caso planteado, luego de consultar a los editores del sitio para
descartar que estuviera haciendo algo incorrecto, el diagnóstico fue
que, al parecer, mi versión de Firefox había quedado obsoleto de un día
para el otro, al menos, para manejar las prestaciones del editor de
texto online de ese sitio. Tenía sólo dos opciones: actualizar mi
navegador o desistir de la publicación de mi texto.
Auto de Fe digital + La Era del Hielo analógica
Antes de someterme al juicio del Honorable Tribunal Cibernáutico, y por
consejo de mi abogado, haré unas breves y sentidas declaraciones bajo
juramento HiperTextual de decir la Verdad, pixel a quién pixel. ¡St.
Jobs ilumine a sus Megabíticas Señorías!:
En mi desempeño como diseñador, uso exclusivamente compu desde hace más
de dos décadas; siempre he disfrutado y me fascinaron las herramientas
digitales y no he tenido problemas para incorporarme tiempo completo
desde entonces a la escudería Mac; al contrario de lo experimentado por
otros colegas de mi generación —Paleolítico, más o menos— a quiénes la
era digital les produjo un pavor atávico y prefirieron seguir en la del
Hielo, pintando bisontes y mamuts valiéndose de palitos con cerdas de
oso atadas en un extremo, que siguieron humedeciendo conmovedoramente en
pinturas preparadas con tintes vegetales, grasa de bestias diversas y
variadas substancias minerales, en su afán de embellecer las paredes de
sus cavernas.

Bisonte de Altamira, Paleolítico Superior, autor anónimo, 15.000-10.000
AC (a la izquierda). Bisonte tipográfico, fuente: «Ole Torero»,
pictotipos caligráficos. Diseño: Víctor García, 2004 (a la derecha).
El punto de inflexión de mi apasionado romance con la tecnología
digital, se produjo cuando empecé a sentirme como el hámster con su
ruedita: por más que me entrenara entusiastamente en cualquier programa,
inmediatamente se lanzaba la nueva versión y debía «actualizar» mi
neurona tecnológica. Esto implica que, gran parte de nuestro tiempo,
destinado a resolver creativamente problemas propios de la profesión, se
consuma en un constante reentrenamiento técnico-operativo; una manea de
pensamiento enfocada exclusivamente en lo instrumental. Mi
deslumbramiento inicial no desapareció ni mucho menos, simplemente se
transformó en una emoción más profunda, que podríamos llamar «Amor
Condicional».
Para completar esta declaración, confieso también ser algo rebelde a
las imposiciones de cualquier naturaleza, sean éstas tecnológicas,
culturales, ideológicas o evolucionistas. Luego, mi primera reacción fue
reflexionar a la defensiva: ¿por qué debo actualizar un navegador para
acceder a una prestación elemental a la que, hasta hace un rato, accedía
sin problemas? Rogué, pataleé, imploré… y, finalmente, claudiqué: debía
evolucionar para perpetuar la especie o resignarme a ser futuro
espécimen de estudio para ulteriores paleontólogos del diseño.
Texto | Editar | Plantilla | B | I |… (acción y aventuras)
Mascullando un mantra basado en un florido y completísimo repertorio de
obscenidades hacia «iGod», el Señor de las Tecnologías, sus fieles,
acólitos y enfervorizados simpatizantes, descargué obedientemente una
versión más reciente del Firefox —la más actual que permite mi sistema
operativo, que no es precisamente la última, sepan ustedes disculpar,
razón por la cual el señor Firefox no te la ofrece en su Página
Oficial—, mientras saboreaba un cóctel a base de Reliverán. En esa
plegaria lumpen, imploraba que esa versión de Firefox fuera suficiente
para acceder al editor de texto online.
Mis fervorosos ruegos fueron escuchados por «iGod», pues pude al fin
ser aceptado en el Walhalla de la edición online otra vez, y editar
nuevamente mi artículo de-ya-ni-me-acuerdo-qué. Por un instante fui
feliz, había zafado… veremos hasta cuando.
Dime con qué navegador navegas…
Alguno se preguntará por qué Firefox, habiendo Explorer, Google Chrome,
y tantos otros navegadores dando vueltas por el ciberespacio. Diré a
eso que Mr. Gates hace años decidió discontinuar el Explorer para Mac;
que el Google Chrome ofrece en su Página Oficial una versión que mi
baqueteado sistema operativo tampoco admite; y, en fin, que me une a
Firefox una simpatía inexplicable y particular, casi una relación
afectiva. Ese ícono del zorrito engendrando o devorando al mundo, con su
atractiva combinación cromática en una ilustración casi de cuentos
infantiles, me evoca vagas reminiscencias mitológicas, una especie de
fascinación de fábula, que me inspira cierta ternura y me provoca
admiración por la perspicacia de su diseñador… y por su agudo y eficaz
sentido del marketing, ¿por qué no?

«–Sólo se conocen las cosas que se domestican –dijo el zorro–.» «El
Principito», Antoine de Saint-Exupéry. ¿Domesticamos la tecnología o
ésta nos está domesticando a nosotros?
Hablando de marketing, en mi extravío llegué incluso a pensar que la
tecnológica podría ser una segmentación deliberada para la «selección
natural» de autores; lo cuál explicaría la necesidad de ingresar los
textos exclusivamente vía el editor online —como toda herramienta
digital, sometida a las implacables leyes de la obsolescencia repentina e
instantánea—. Una teoría conspirativa más, fruto de mis paranoicas
divagaciones.
Pienso, luego… esteeee… ¡ejém! ¿qué seguía?
Mucha energía… Eones de energía…. Montañas de energía disipadas… Pero
no en la reflexión que motivó la producción del artículo aquél en sí; en
cualquier caso, no con el mismo entusiasmo. Sino en busca de la
adecuación tecnológica que me permitiera no caerme del mundo conocido.
Al menos, de esa forma del mundo, que produce chiches tecnológicos para
entretenernos y hacernos creer en la contemporaneidad como quién cree en
Versace.

Título: «La mente siempre es más rápida que el mouse». Design Scene Nº
52, Japan Design Foundation. Publicado en Icograda Galleria online.
Idea, foto y diseño: Víctor García, 2001.1
Atrás, muy atrás, quedó el impulso que me llevó a escribir aquél
artículo ya casi olvidado, fagocitado por la búsqueda desesperada de un
vulgar programita que me permitiera editarlo, que le permitiera a ese
artículo, finalmente SER. El lugar que ocupaba en mi atribulada mente
ese ímpetu original para poner en palabras una serie de pensamientos más
o menos coherentes, fue ocupado en su totalidad por un frensí
irrefrenable para conseguir una cosa tecnológica que me permitiera
concretarlo.
La biblioteca más famosa de la antigüedad —la Biblioteca de Alejandría—
debe en gran medida su legendaria gloria a una disposición inexcusable,
que obligaba a todos los navíos que arribaban a su puerto a entregar
inexorablemente todo libro o rollo escrito que portaran, para que un
ejército de copistas hiciera las copias de todos esos tesoros del
pensamiento. Desde esa perspectiva, podemos hacernos una idea de la
relación reflexión/tecnología de antes y de ahora. Y hasta reconsiderar
el mismo concepto contemporáneo de «evolución» del pensamiento. Por otra
parte, si la tecnología como herramienta de la acción no facilita las
manifestaciones de la reflexión, quizá haya que replantearse su
conveniencia en menesteres propios del intelecto.
Como producto de la tensión constante entre ambos factores, a veces, el
aspecto tecnológico se percibe como un obstáculo, en lugar de cómo un
facilitador para el intercambio de ideas; y el ejercicio reflexivo suele
ser refractario a las limitaciones impuestas por la praxis. Para
conciliar ambos factores, estaría dispuesto a aceptar que lo más
probable es que reflexión y tecnología sean sujetos complementarios, en
lugar de oponentes de una falsa dicotomía. Siempre y cuando el Honorable
Tribunal esté dispuesto a fallar salomónicamente que, si bien la
tecnología construye el arco, la reflexión gobierna la flecha.

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